jueves, octubre 13, 2005

Un caldo suculento

El blues es un caldo sabroso que se cocina a fuego lento, que ha estado en el fogón durante todo un siglo y que se mantiene aún en cocimiento. Estados Unidos es su estufa principal, pero su influencia puede distinguirse en la música de todo el mundo. Sus ingredientes son variados: dos tradiciones musicales, la africana y la europea; el drama resultante del secuestro masivo más grande de la historia; dos concepciones religiosas (el Vudú y el cristianismo); la magia, la radio, la industria del disco, historias, mitos y el talento de músicos de todo el mundo.

La Prehistoría del Blues


En las tierras descubiertas en 1492, Europa creyó encontrar el medio para hacer realidad un viejo sueño: Utopía. Un espejo en donde reflejarse, no como se es sino como se quiere ser. Tal es la razón de que los estadounidenses vivan aún persiguiendo la quimera: «el sueño americano», o «pesadilla americana» como Malcom X prefería llamarle. Los Estados Unidos son una nación compleja, contradictoria y violenta, en la que se oponen tradiciones distintas y en la que luchan visiones del mundo aparentemente irreconciliables: un monstruo de mil cabezas incapaz de mirarse en el espejo, porque cuando lo intenta se topa, miope, con una masa indescifrable o se encuentra, por narcisismo, con un ser inexistente. Estados Unidos de América es muchas américas, y su espíritu la suma violenta de muchos espíritus: anglosajones, germanos y escandinavos que recibió orgullosa; irlandeses, eslavos, latinos, griegos y armenios que tolera a disgusto; asiáticos, africanos y latinoamericanos que recibe avergonzada.
Para los esclavos negros de esta nación, el periodo comprendido entre 1619, año del primer desembarco de esclavos, y 1865, año de la abolición de la esclavitud, encarna un devenir inmóvil: un espacio de silencio que a nada precede y al que nada sigue; un presente amargo de doscientos cuarenta y seis años.
La vida de los negros estadounidenses comienza en la segunda mitad del siglo diecinueve. Los años de esclavitud, representan un fragmento de la prehistoria de América. Un momento que vincula a este grupo con su pasado africano, o que obliga a algunos al abandono total de sí mismos Los esclavos no participan en la sociedad que los subyuga, funcionan en ella como objetos, herramientas, extensiones mecánicas de una voluntad ajena.
Los «worksongs» de los esclavos (cantos con los que acompañaban sus labores), no alcanzan a constituirse como obras verdaderamente americanas; su forma los vincula con la tradición de los «griots» africanos, y dan testimonio del yugo que somete a quienes los cantan «un negro que canta es un negro bueno» aseguraba la los esclavistas. Lo mismo sucede con los «spiritals» (versión negra de los himnos protestantes europeos)….

martes, octubre 11, 2005

Robert Johnson, un héroe americano.


Antibon-Legba, quítame la barrera
¡Agwé! Papa Legba quita la barrera para que pueda pasar
Cuando regrese saludaré al loa
Vudú Legba, quitame la barrera
Y así podré regresar
ORACIÓN VUDÚ [1]

«Kill a mule, buy another. Kill a nigger, hire another.»
Todos lo saben, la libertad oficial obtenida por los negros de Norteamérica, al finalizar la guerra de sececión, no fue suficiente para transformar su vida. De hecho, su condición de libertos parecío reflejarse en la pérdida del nombre «esclavo» y la adquisición de un «derecho» para trasladarse, de una plantación a otra o dirigirse a las grandes ciudades del norte. La libertad de los esclavos recién liberados se expresa como libertad de movimiento. Surge así el «hobo», personaje, que al llevar hasta las últimas consecuencias este «privilegio», encuentra en el errar cotidiano una manera de vivir. Es por eso que en las canciones de los músicos de blues de la primera mitad del siglo XX (la mayoría «hobos» de buen linaje) encontramos el vocabulario de todo ser itinerante: norte, sur, este, oeste, camino, carretera, encrucijada, ferrocarril, autobús… «I got the key to the highway; I'm billed out and bound to go; got to leave here running; walking's got most too slow» [2] canta Big Bill Broonzy, exhibiendo su anuncio de partida como una posesión: «tengo la llave de la carretera». Sartre dice que la angustia es el sobrecogimiento que padece la conciencia al descubrirse libre, el malestar que surge ante la responsabilidad de elegir un porvenir (la libertad como fatalidad). La angustia de asumirse libres, fue a lo que los negros estadounidenses llamaron blues: «Well, the blues is a low-down achin' heart disease. Like consumption, killing me by degrees.» [3] Y es aquí donde el mito del negro que cambia su alma por œhabilidades musicales nos revela su sentido verdadero: el pacto de Robert Johnson en la encrucijada representa el enfrentamiento de un hombre libre consigo mismo, que al poner en la mesa pasado y presente, decide apoderarse de este último. Elige el camino de la creación artística, exactamente como lo hiciera otro exiliado, el Dedalus de James Joyce: «Bienvenida, oh vida! Salgo a buscar por millonésima vez la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de mi espíritu la conciencia increada de mi raza. [4]
El muchacho que llega a la encrucijada es un esclavo, un apátrida enajenado, que poco sabe de sí; el que la abandona, un hombre con proyecto, dispuesto a transformar su vida (a construirla) y «a forjar la conciencia increada de su raza», en una palabra: un artista.»

[1]
Antibon-Legba, remove the barrier for me,
Agwé!Papa Legba remove the barrier so I may pass through
When I come back I will salute the loa
Vodou Legba, remove the barrier for me
So that I may come back.
ORACIÓN VUDÚ
[2]
Tengo la llave de la carretera
Estoy listo para partir
Me voy a ir de aquí corriendo porque caminar es demasiado lento
BIG BILL BROONZY
[3]
Bien, el blues es un padecimiento vil y doloroso del corazón, que me aniquila paso a paso.
[4]
« Welcome, O life! I go to encounter for the millionth time the reality of experience and to forge in the smithy of my soul the uncreated conscience of my race.Mamá pone en orden mi ropa nueva de segunda mano. Reza -dice- para que, al vivir mi propia vida y lejos de mi hogar y mis amigos, pueda yo aprender lo que es el corazón, lo que puede sentir un corazón. Amén. Así sea. Escribe Stephen Dedalus en su diario, al final de A portrait of the Artist as a Young Man, la novela de James Joyce.

lunes, octubre 10, 2005

El talisman


«I got my mojo working»
Muddy Waters

McKinley Morganfield camina sobre el camino lodoso, va bien vestido, con su guitarra en la mano, siete dólares en el bolsillo y un secreto colgado al cuello. No sabe que desde hace veinte minutos un hombre lo persigue, un tuerto de piel muy oscura, que lo observa agazapado detrás de un árbol. Cuando Mckinley entrá al «jook joint» —una casa de madera iluminada por dentro con lámparas de queroseno— el tuerto corre al camino, busca una huella del pie de McKinley. El tuerto recoge el lodo de la marca y lo vacía dentro de una botella de «hot foot powder», una esencia poderosísima de vegetales y minerales. Después entierra la botella y sonríe, ha envenenado el destino de Mckinley.


McKinley despliega, uno por uno, los naipes que agrupa entre sus manos: un as de corazones…, un rey de tréboles…, un tres de espadas…, otro as (ahora de diamantes)… y un diez de espadas. Su rostro permanece impasible, igual que el de sus tres compañeros de juego. Pone diez dólares sobre los cuarenta que ya descansan en la mesa. Dos jugadores abandonan la partida; pero el tuerto que está frente a él paga la apuesta. McKinley conserva los ases e intercambia el resto de las barajas. Su contrincante cambia una sola. Mckinley revisa los naipes nuevos: un tres de tréboles…, un rey de espadas…, y (gotas de sudor se hacen visibles en su frente) un as de corazones.
Mckinley recoge el dinero y abandona la mesa. Se encamina hacia una tarima improvisada. Cuando tomar su guitarra, una mujer grita.
Mientras Mckinley canta, la gente bebe y baila. Desde una esquina una mujer lo acaricia con la mirada, pero desde la otra, un tuerto lo mira incrédulo.
Mckinley lleva en el cuello un lazo del que pende una bolsita de franela roja, dentro de ella hay albahaca, una cola de ratón, un pedazo de naipe, polvo de corteza de coco, un hueso de gato negro, añil, un fragmento de cresta de gallo y raíz de dondiego. Su amuleto no sólo lo protege de accidentes y conjuros, le da suerte en el juego, fortuna con las mujeres y fortaleza sexual. Por siete dólares se lo preparó un Doctor de Clarksdale.

El pacto


«El blues cae como granizo»
Robert Johnson

Al lado del río Mississippi, dos caminos que se cruzan rompen la monotonía de una planicie. Es una intersección de naturaleza tenue, tranquila, neutra durante el día; viscosa y lúgubre por la noche. Al ponerse el sol, la atmósfera del sitio se corrompe y una pestilencia se apodera del lugar. En la noche, en esa encrucijada Dios no existe.
Robert llegó a poco antes de las doce. Su propósito era pactar con lo sobrenatural y obtener el talento que la naturaleza le había negado. Robert era devoto de la música maldita y deseaba tocarla en la guitarra, como el viejo Charley Patton o como su amigo Willie Brown.
Robert pisaba una frontera sutil: la que separa el mundo de los vivos del de los muertos. Y aunque sus zapatos se apoyaban firmemente sobre el suelo, percibía que se trataba de una materia frágil, propensa a hundirse ante los deseos de pervertidos como él, ansiosos por deshacer lo que no debiera deshacerse. Robert podía adivinar el dolor de las almas que ardían bajo sus pies.
Tomó su guitarra y comenzó a tocar. Su cuerpo se separó del suelo, tal y como sucede a los «Root Doctors» en sus rituales de conjuro. Dambalah, el Rey Serpiente, surgió de la tierra justo debajo de él y se enroscó sobre su cuerpo. Al mismo tiempo apareció un hombre. Un negro enorme que se acercaba simultáneamente por los cuatro senderos. La serpiente, después de subir por las piernas y la cintura de Robert, asomó la cabeza por el cuello de la camisa. Incapaz de sentirla (como tampoco veía al negro ubicuo), Robert permanecía absorto en la contemplación de una realidad distinta y lejana. Un valle radiante, donde una estampida de gacelas asustaba a los pájaros que descansaban en las copas de los árboles, y en donde resonaba la música de muchos tambores. Visión transmitida desde Africa a través de las arterias atávicas de su memoria.
Entonces ocurrieron varias cosas. Un rayo de Luna cayó desde el cielo sobre la encrucijada; los cuatro demonios, al llegar al centro se fundieron en uno solo; y la serpiente, mordiendo al muchacho, lo hizo caer.
—¿Eres...? —preguntó.
—Legbá, sí. —contestó el negro. Alágbawana. Llevo conmigo las llaves de todos los caminos... Soy un punto intermedio, entre tú y la desgracia, entre tú y la felicidad.
Soltó una carcajada, y ante el muchacho aterrorizado le pidió a la serpiente que se convirtiera en silla, en una estilizada silla de madera. Estrelló contra el suelo una botella de whisky y en el cuello de vidrio introdujo el meñique izquierdo.
Legba le arrancó la guitarra de las manos al muchacho. Tensó las cuerdas, una por una, hasta obtener un acorde perfecto. Se sentó en la silla y comenzó a deslizar el tubo de vidrio sobre las cuerdas, lo hacía con la cadencia de una máquina de vapor o el ritmo de gotas de lluvia empecinadas.
«Me levanté esta mañana.
¡Ah!, y el blues caminaba como un hombre.
Me levanté esta mañana.
¡Ah!, y el blues caminaba como un hombre.
Blues acongojado dame tu mano derecha.» [4]
Legba no cantaba con una sola voz: eran distintos seres los que articulaban las palabras. Aceleraba y retardaba el tempo de acuerdo a una concepción personal, y absolutamente emocional de la métrica, subía y bajaba el brazo de la guitarra, su cabeza iba de atrás hacia delante, sus ojos quedaban por momentos en blanco, y su tronco contorsionándose salpicaba el sudor de su rostro.
La música cesó. Robert estaba demudado; con la mirada hundida en aquel rostro enorme.
—El trato es el siguiente —dijo Legba—: toma la guitarra y toca con ella lo que te dé la gana. Podrás hacerlo durante el resto de tu vida ya que tus dedos y tu cerebro serán un solo órgano. Tu influencia y fama trascenderán la muerte de tu cuerpo. A cambio, habrás de entregarme tu alma. El muchacho miró hacia el cielo. Exigía una señal en vano. No hay lugar más mudo que el Delta del Mississippi cuando el día muere.
Tomó la guitarra y un fuerte granizo comenzó a caer.
–¡Toca! —gritó Legba. ¡Canta! ¡Que el mundo te recordará siempre!
Legba se transformó en relámpago y desapareció llevándose la lluvia y toda señal de su visita.
Robert echó a andar, empapado y con la guitarra en la mano. Un perro negro salió de la oscuridad y comenzó a seguirlo. Ambos iban al norte, más allá del cruce de los dos caminos.