lunes, octubre 10, 2005

El pacto


«El blues cae como granizo»
Robert Johnson

Al lado del río Mississippi, dos caminos que se cruzan rompen la monotonía de una planicie. Es una intersección de naturaleza tenue, tranquila, neutra durante el día; viscosa y lúgubre por la noche. Al ponerse el sol, la atmósfera del sitio se corrompe y una pestilencia se apodera del lugar. En la noche, en esa encrucijada Dios no existe.
Robert llegó a poco antes de las doce. Su propósito era pactar con lo sobrenatural y obtener el talento que la naturaleza le había negado. Robert era devoto de la música maldita y deseaba tocarla en la guitarra, como el viejo Charley Patton o como su amigo Willie Brown.
Robert pisaba una frontera sutil: la que separa el mundo de los vivos del de los muertos. Y aunque sus zapatos se apoyaban firmemente sobre el suelo, percibía que se trataba de una materia frágil, propensa a hundirse ante los deseos de pervertidos como él, ansiosos por deshacer lo que no debiera deshacerse. Robert podía adivinar el dolor de las almas que ardían bajo sus pies.
Tomó su guitarra y comenzó a tocar. Su cuerpo se separó del suelo, tal y como sucede a los «Root Doctors» en sus rituales de conjuro. Dambalah, el Rey Serpiente, surgió de la tierra justo debajo de él y se enroscó sobre su cuerpo. Al mismo tiempo apareció un hombre. Un negro enorme que se acercaba simultáneamente por los cuatro senderos. La serpiente, después de subir por las piernas y la cintura de Robert, asomó la cabeza por el cuello de la camisa. Incapaz de sentirla (como tampoco veía al negro ubicuo), Robert permanecía absorto en la contemplación de una realidad distinta y lejana. Un valle radiante, donde una estampida de gacelas asustaba a los pájaros que descansaban en las copas de los árboles, y en donde resonaba la música de muchos tambores. Visión transmitida desde Africa a través de las arterias atávicas de su memoria.
Entonces ocurrieron varias cosas. Un rayo de Luna cayó desde el cielo sobre la encrucijada; los cuatro demonios, al llegar al centro se fundieron en uno solo; y la serpiente, mordiendo al muchacho, lo hizo caer.
—¿Eres...? —preguntó.
—Legbá, sí. —contestó el negro. Alágbawana. Llevo conmigo las llaves de todos los caminos... Soy un punto intermedio, entre tú y la desgracia, entre tú y la felicidad.
Soltó una carcajada, y ante el muchacho aterrorizado le pidió a la serpiente que se convirtiera en silla, en una estilizada silla de madera. Estrelló contra el suelo una botella de whisky y en el cuello de vidrio introdujo el meñique izquierdo.
Legba le arrancó la guitarra de las manos al muchacho. Tensó las cuerdas, una por una, hasta obtener un acorde perfecto. Se sentó en la silla y comenzó a deslizar el tubo de vidrio sobre las cuerdas, lo hacía con la cadencia de una máquina de vapor o el ritmo de gotas de lluvia empecinadas.
«Me levanté esta mañana.
¡Ah!, y el blues caminaba como un hombre.
Me levanté esta mañana.
¡Ah!, y el blues caminaba como un hombre.
Blues acongojado dame tu mano derecha.» [4]
Legba no cantaba con una sola voz: eran distintos seres los que articulaban las palabras. Aceleraba y retardaba el tempo de acuerdo a una concepción personal, y absolutamente emocional de la métrica, subía y bajaba el brazo de la guitarra, su cabeza iba de atrás hacia delante, sus ojos quedaban por momentos en blanco, y su tronco contorsionándose salpicaba el sudor de su rostro.
La música cesó. Robert estaba demudado; con la mirada hundida en aquel rostro enorme.
—El trato es el siguiente —dijo Legba—: toma la guitarra y toca con ella lo que te dé la gana. Podrás hacerlo durante el resto de tu vida ya que tus dedos y tu cerebro serán un solo órgano. Tu influencia y fama trascenderán la muerte de tu cuerpo. A cambio, habrás de entregarme tu alma. El muchacho miró hacia el cielo. Exigía una señal en vano. No hay lugar más mudo que el Delta del Mississippi cuando el día muere.
Tomó la guitarra y un fuerte granizo comenzó a caer.
–¡Toca! —gritó Legba. ¡Canta! ¡Que el mundo te recordará siempre!
Legba se transformó en relámpago y desapareció llevándose la lluvia y toda señal de su visita.
Robert echó a andar, empapado y con la guitarra en la mano. Un perro negro salió de la oscuridad y comenzó a seguirlo. Ambos iban al norte, más allá del cruce de los dos caminos.

3 Comments:

Blogger Octavio Herrero said...

Gregor:

Sí soy yo, pero no se lo digas a nadie :)

No he escuchado el disco que me dices, voy a buscarlo. Gracias por el tip.

Un abrazo

9:07 p.m.  
Anonymous Anónimo said...

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Anonymous Anónimo said...

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